Noticias | 24 noviembre, 2020

Violencia policial, legitimidad de la protesta y racialización de la geografía

por Guillermo Salas

-Investigador CISEPA-

La violencia policial en las protestas recientes ha provocado la muerte de Jack Bryan Pintado Sánchez e Inti Sotelo Camargo y ha dejado más de 200 heridos, 9 de ellos sumamente graves. Esto ha sido provocado por el uso de armamento prohibido por la legislación vigente pero también por el uso inapropiado de equipo reglamentario, como el ampliamente registrado disparo de bombas lacrimógenas apuntadas directamente al cuerpo y a distancia corta. Asimismo, ha habido un número aún poco claro de desapariciones llevadas a cabo por el Grupo Terna, episodios de sembrado de pruebas o intentos de llevarlo a cabo, así como violencia sexual y tratos degradantes.

Como ya varios comentaristas han señalado, lamentablemente este proceder de la policía no es algo nuevo. Actuaciones muy similares a las que han ocurrido en el centro de Lima en las recientes protestas han estado claramente presentes en muchas otras protestas previas en distintas partes del país. En lo que va de este siglo las muertes de civiles en contextos de protestas se han venido dando una y otra vez por el inaceptable excesivo uso de la fuerza por parte de la policía. Todos los elementos que hemos podido ver en la represión de la semana pasada han estado presentes en muchos otros contextos de protesta a lo largo y ancho del país. Las frías cifras que incluyo en el siguiente cuadro no hacen justicia a la magnitud del dolor causado por cada una de las 147 muertes entre el 2001 y el 2016 a manos de esta violencia estatal absurda, indolente e injustificada aplicada en contextos de protesta.

El guión horroroso se ha repetido una y otra vez. Luego que una población local ha recibido solo oídos sordos, mecidas y ninguneos de las autoridades correspondientes y no tiene otro camino que recurrir a la protesta, llega la policía y la represión indiscriminada. Con esta llega también el terruqueo gratuito e irresponsable desde autoridades, medios de comunicación y representantes de corporaciones extractivas. Luego de la tragedia se instalan las mesas de diálogo, pero también, dependiendo de los casos, la persecución judicial a los líderes, la intimidación de los familiares de las víctimas, y la prolongación una y otra vez del estado de emergencia.

Una primera constatación obvia es que hay una cultura de autoritarismo, violencia y violación de derechos humanos en las protestas que está claramente establecida a diferentes niveles de la policía. Una segunda constatación es que este tipo de prácticas policiales no se deben a algunos subalternos que se han excedido desobedeciendo las correctas instrucciones de su comando. Es claro que, en las recientes protestas como en todos los casos de violencia policial previa, ésta tiene responsables en la cadena de mando que va hasta el Ministerio del Interior, y en el caso reciente, hasta el señor Manuel Merino. Estas violaciones de derechos humanos tienen responsables y en la gran mayoría de los casos han quedado impunes.

Cuando prestamos atención a la magnitud de la tragedia del asesinato arbitrario de un ciudadano, al impacto devastador que una desgracia semejante puede tener en su familia, en sus amigos, en su barrio, es difícil no preguntarse, ¿qué hace la muerte de Bryan Pintado Sánchez o la de Inti Sotelo Camargo diferente a la de William López Ijuma, Walter Sencia Ancca o César Medina Aguilar? ¿Cómo podemos justificar los distintos niveles de indignación pública asociadas a estas muertes tan semejantes en su arbitrariedad?

Hay varios elementos que se conjugan para tratar de esbozar una respuesta a preguntas tan espinosas: La violencia policial que hemos visto recientemente en el centro de Lima ha indignado profunda y justificadamente a amplios sectores de la sociedad peruana debido en parte al contexto más amplio de las protestas. Estas han sido quizás las más grandes protestas en la historia del país y ya antes del sábado 14 venían siendo notablemente masivas y descentralizadas, movilizando a la ciudadanía en todas las ciudades del país y, en Lima, simultáneamente se venían dado marchas en muchos distritos de la ciudad, claramente atravesado el grueso de las clases sociales. Estas mostraban un generalizado y profundo rechazo al intento de toma del poder ejecutivo desde una mayoría del congreso asociado a intereses corruptos.

Es asociada a esta indignación y hartazgo, a esta profunda legitimidad de las protestas, que las muertes de Inti y Bryan han sido ampliamente conocidas y difundidas haciendo de estos jóvenes asesinados héroes nacionales. Altares y veladas en su honor se han dado no solo en muchas partes de Lima sino también en muchas ciudades en todo el país.

Esto parece estar asociado a la naturaleza del origen de los reclamos – el golpe legislativo y los intereses corruptos asociados – que afectaban a toda la ciudadanía, a toda la nación. En contraste, las muertes producidas por abuso policial en contextos previos de protesta se han dado en su gran mayoría inscritos en lo que se han venido llamando conflictos socio ambientales asociados al extractivismo. Si bien estos tienen que ver con el otro cuerpo de la nación – sus recursos naturales – se ha dan localizados o han escalado solo hasta un nivel regional. La estructura de estos conflictos ha hecho que la mayoría de la ciudadanía no tenga una inmediata identificación con quienes protestan y que las víctimas mortales de la violencia policial no hayan sido ampliamente asumidas como propias.

Ahora, si uno revisa con cuidado las motivaciones y contextos de las protestas caso por caso, su legitimidad salta tan poderosa como aquella que motivó a Inti, Bryan y miles de compatriotas a salir a protestar a raíz del golpe legislativo. Las protestas emergen cuando a la indignación y frustración frente a la inacción de las autoridades frente a problemas que afectan o van a afectar seriamente la vida de la localidad es tal que rebasa toda tolerancia al abuso. Encima se tiene que en muchos de estos casos no pocas autoridades priorizan los intereses privados antes que aquellos de la ciudadanía. ¿No es esta combinación muy similar a las motivaciones que llevaron a miles de ciudadanos a las calles frente a lo sucedido el 9 de noviembre?

Más allá de la amplitud nacional o el carácter local de los conflictos, un elemento que hace de unos muertos héroes nacionales y de otros dramas lejanos y desconocidos es la racialización de la geografía, fundada por nuestra profundamente internalizada clasificación del territorio nacional en tres “regiones naturales” asociadas a diferentes niveles de “modernización”. Esta clasificación emergió en el s XIX con la imaginación de una costa moderna y sin indígenas, algo fácilmente cuestionable; los Andes pasaron a ser imaginados como un formidable obstáculo para la modernización tanto como su población de “indios” tan impenetrables y ariscos al progreso como sus montañas, y una selva lejana e imaginada como despoblada o habitada por salvajes, una frontera a conquistar.

Combinada a esta geografía racializada, se inscriben unos gradientes de jerarquía étnico-racial vinculados a lo urbano y lo rural. Estas formas de jerarquización de la geografía y sus habitantes hace que nuestras formas de imaginar el Perú como una nación, por un lado, sean indesligables de fuertes desigualdades en la distribución geográfica de la riqueza y los servicios, y por otro, reproduzcan y naturalicen estas mismas desigualdades. De este modo, solo por distribución geográfica, unos terminan siendo ciudadanos más valorados que otros. Dependiendo de desde donde uno vive su ciudadanía, la racialización de la geografía media fuertemente las posibilidades de identificación y empatía que se pueden tener con las víctimas de la violencia policial.

Una herramienta usada por ciertas autoridades, representantes de corporaciones y medios de comunicación para deslegitimar las protestas ha sido y sigue siendo – como lo hemos visto en estos días – el terruqueo. Esta práctica es tremendamente perversa puesto que trata de asociar las protestas a un actor que encarna una especie de irracionalidad antisocial primordial. En la ideología dominante actual en el país, el terruco es básicamente alguien que ha perdido su humanidad. Acusar a alguien de terruco en el Perú es básicamente negar su humanidad. Esta estrategia, cruzada con las ideologías de discriminación étnico-raciales que articulan mucho de las jerarquías en el país, constituyen también una traba a poder ver a quienes protestan en muchos otros contextos como prójimos, conciudadanos, con quienes identificarnos y tener empatía.

Si bien esta estrategia ha sido ampliamente criticada y resulta absurda frente a lo masivo de la movilización en las protestas recientes esto contrasta con cómo ha sido utilizada irresponsablemente desde medios de comunicación limeños, autoridades del gobierno central e inclusive por representantes de corporaciones en muchos contextos de conflictos socio ambientales previos. El terruqueo, al ser una negación de la humanidad, es claramente una práctica cómplice de la violencia policial ejercida contra ciudadanos que protestan.

Una de las primeros gestos del presidente Sagasti en su discurso al asumir el mando fue pedir perdón a las familias de Inti y Bryan, a las de los heridos, y a toda la ciudadanía. Una de sus promesas fue facilitar y promover que estos casos se investiguen adecuadamente de modo que la justicia sancione a los responsables. Estos gestos son bienvenidos y esperemos que se cumplan. Medidas complementarias que debería llevar adelante el Estado, que ciertamente también harían justicia a Inti y a Bryan, deberían incluir hacer lo correspondiente en todos los casos previos de compatriotas que perdieron sus vidas a manos de las fuerzas del estado por ejercer su derecho a la protesta. El Estado se lo debe a ellos, a sus familiares, a sus amigos, a sus comunidades y a todos nosotros. Es inaceptable que estos casos queden en la impunidad y el olvido. Esta sería una forma, ciertamente parcial pero concreta, de cuestionar la racialización de la geografía que es, en sí misma, una forma de violencia contra la cual todos debemos luchar.
Escuela de Investigadores